
Hace un par de años vi una escena que se fijó en mi memoria. En el metro un niño como de ocho años que iba acompañado de su padre, se apoyó en la puerta mientras el tren se detenía. Cuando se abrió, la puerta le atrapó el brazo entre los hierros de la máquina pero nadie se dio cuenta. El niño, cada vez más pálido empezó a llorar en silencio con grandes lagrimones. Yo lo vi. Pero no me enteré de lo que sucedía hasta que el tren comenzó a detenerse en la nueva estación y el pequeño lanzó un triste gemido. Vimos lo que sucedía y pulsamos la alarma de cabina. El padre miró al niño con ojos fulminantes. Por su silencio comprendí que resultaba mucho más aterradora esa mirada que su brazo atrapado entre las puertas. Imaginé el futuro de ese niño, aterrado ante quienes mancillen sus derechos, tembloroso ante sus jefes y compañeros, víctima siempre del más fuerte, o por el contrario, al fin alto y con el peso necesario para vencer al contrincante, infringiendo maltrato a otros más débiles que él. Percibí de manera contundente el profundo desvalimiento de los niños. Cuando lograron sacarle el brazo de entre las puertas, el padre soltó un sermón acompañado de una colleja suave, casi simbólica. Tiempo perdido. La educación no puede construirse sobre el miedo. La autoestima se consolida durante los primeros años de la vida y depende en un principio de la mirada y aceptación de nuestros padres. Si un niño es reprobado permanentemente, y está siempre temeroso, si no puede ser espontáneo porque legislamos sobre todo lo que hace en su día a día, será incapaz de aprobarse a sí mismo .